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Nuevo mensaje en Orishas Art

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De: Orishas_Art
Mensaje 2 en discusión

Tercer nivel de análisis:
Dividido por el ritual, unido por la música
Lo que hasta aquí he hecho ha sido básicamente aplicar el método etnomusicológico, desarrollado a partir de los años sesenta por autores como Alan Merriam (1964) o Mantle Hood (1963), y ejemplificado principalmente por los magistrales estudios de John Blacking sobre la música de los Venda del Africa del Sur. Una de las más convincentes aplicaciones de la interrelación entre antropología y musicología sigue siendo, a mi ver, su libro Venda Children's Songs (1967), donde plasmó lo que pasó a denominar el análisis cultural de la música. Repito aquí algunos puntos básicos de su acercamiento: a) una suposición, de orden estructuralista, sobre la integración y coherencia interna de una tradición musical; b) una creencia, igualmente fundamental (y novedosa, además, en términos de musicología) de que las categorías nativas son, en sí mismas, otra manera de manifestación de lo que definimos como categorías analíticas. Es decir, no sólo hay que partir de las categorías nativas (que es lo que hace el antropólogo en general), sino también dar crédito a la capacidad de los practicantes de cualquier tradición musical de ser analistas de su propia música. Para ello debemos seleccionar, de entre los instrumentos puramente técnicos de que disponemos para un análisis musicológico clásico (como estadística de intervalos, descomposición de estructuras armónicas, identificación de modos, escalas, células rítmicas y melódicas, etc..) aquéllos que más se ajusten a las distinciones musicales hechas por los adeptos del culto, aún cuando su vocabulario nativo utilice expresiones tomadas de dominios de su cultura aparentemente apartados de la música. El presupuesto de fondo es el de que dichas distinciones, así estén formuladas en términos religiosos, políticos, económicos, de parentesco, etcétera, son perfectamente traducibles a algún dominio de la teoría musical occidental, siendo tarea del analista hallar ese dominio musical metaforizado o encubierto en otros campos simbólicos. Así, los criterios para la utilización de sistemas de análisis musical deben redefinirse contextualmente.

No siempre el análisis técnicamente más complejo o difícil es necesariamente el más sensible al contexto de la música que deseamos comprender. Aún más, la supuesta complejidad de algunos métodos (como los de Kolinski y de Schenker, por ejemplo) es casi siempre parcial, pues suelen privilegiar aspectos de la música (como la estructura armónica) que fueron históricamente relevantes en Occidente, en detrimento de otros parámetros igualmente relevantes, como aquéllos relacionados más directamente con el proceso de organización musical y la ejecución. La novedad del acercamiento etnomusicológico (y aquí la contribución de Blacking ha sido fundamental) es argumentar en favor de la utilidad de seleccionar los parámetros analíticos sugeridos por la misma sociedad cuya tradición musical estamos estudiando. Como Blacking sostiene en el libro arriba mencionado, el propósito del análisis cultural «no es sencillamente describir el background cultural de la música como comportamiento humano, y entonces pasar a analizar peculiaridades de estilo en términos de ritmo, tonalidad, timbre, instrumentación, frecuencia de intervalos ascendentes y descendentes, y otras terminologías esencialmente musicales, sino describir ambos, la música y su base cultural, como partes interrelacionadas de un sistema total» (Blacking 1971: 93) (3).

En consonancia con ese acercamiento, creo que uno de los objetivos centrales de un análisis musical sensible al contexto ritual podría haberse satisfecho con la descripción que he presentado hasta ahora: los rituales del shangó hacen un recorte del universo sobrenatural, especializando las funciones de las diversas entidades y sus efectos mágicos, y el material musical es organizado de cara a confirmar y reforzar esas divisiones simbólicas. Esto se logra manipulando, a través de un juego muy equilibrado entre repetición e innovación (como se puede ver en la tabla de correlaciones puesta arriba) un vasto repertorio de cantos ejecutados a capella.

Sin embargo, algún tiempo después de haber prácticamente concluido mi análisis de la música ritual del shangó, pude darme cuenta de que una canción (y sólo una) se repetía, con texto cambiado, en más de un ritual. Dicha canción, que he descrito en mi tesis doctoral (Carvalho, 1984) como un símbolo clave del sistema ritual shangó, es aquélla cantada en el momento crucial del lavado de cabeza. Está también presente, exactamente del mismo modo, como la primera canción de la Salida del ebó. Luego, con un mínimo de variación, es también idéntica a una de las canciones para los condimentos de las comidas ofrendadas, que está presente en la Obrigaçäo para Orunmilá y en el Obori. Finalmente, aparece también, con algunos cambios, en el amarre de las hojas. La califiqué de símbolo clave porque transpasa todas las divisiones internas del entero complejo de rituales que expresa la relación de los adeptos con los santos. Si contemplamos la secuencia de iniciación en el culto como la absorción progresiva de un gran plan simbólico, podemos ver que dicha canción es presentada al neófito ya en el Obori, al comienzo de ese proceso iniciático. Más tarde, después de que la persona ha preparado su on y hecho ofrendas también para su orisha, es ejecutada en su forma más dramática, un momento antes de que su cabeza sea bafiada en el líquido sagrado, impregnado de las plantas que cargan el poder de los varios orishas. Su presencia aquí es un claro signo de que, a partir de ese momento, ya no puede haber marcha atrás en el compromiso que la persona hace con los santos, el cual es visto como vitalicio. Mucho más tarde, la canción aparecerá de nuevo, por tres veces, durante el amarre de las hojas, cuando se cierra el ciclo de ofrendas y sacrificios relacionados con su iniciación. Finalmente, regresa aún una última vez, como la primera canción de la Salida del ebó, como una especie de recordatorio de que la fuerza ritual, que ella misma ayudó a generar y concentrar en los momentos anteriores del ciclo, no puede durar siempre y debe ser eliminada, al cabo de un tiempo, so pena de que su efecto pase a ser negativo.

Como se trata de una canción tan importante, también ella presenta, significativamente, algunas características musicales únicas. Si tomamos la versión n° 6 como referencia (ver infra), podemos observar que, a pesar de estar construida con cinco notas, sin semitonos, sus largos intervalos ascendentes y descendentes disfrazan muy sutilmente el efecto más obvio de una melodía pentatónica (que identifica, por otra parte, las canciones de Osanyin). Además, la progresión que la melodía presenta en la segunda parte, con una modulación que permite una impresión momentánea de bitonalidad, no tiene paralelo en el repertorio del shangó. Se debe notar también que es siempre cantada en un registro bajo (cuando el que lidera el canto es una mujer, la tesitura escogida es baja, aún en relación al ámbito normal de la voz femenina), de manera que la nota más baja de la melodía (una cuarta abajo de la nota inicial) suena más hablada que cantada. Debido a ello, esa canción y sus réplicas o variantes forman un grupo dentro del repertorio entero, por ser las únicas que introducen ese efecto de parlato sobre una sola nota. En fin, esa canción admirable parece funcionar como un leitmotiv, produciendo un sentido subliminal de unidad musical para un repertorio que se muestra de hecho bastante seccionado internamente, exhibiendo procesos compositivos extremamente distintos unos de otros (basta contrastar los cantos de ori, de egun y de Osanyín transcritos al final para darse cuenta de las diferencias).

Muchos son los factores que contribuyen a disfrazar u ocultar esa identidad melódica al interior del repertorio como un todo. Primero, hay que observar que sólo una minoría de los adeptos más importantes del culto conocen el ritual del amarre de las hojas y muy pocos son, por tanto, los que saben de memoria las tres canciones que se basan en esa melodía. Así, para un miembro común del culto, son solamente tres canciones, cada una ejecutada en rituales muy distintos y desplazados temporalmente, que se parecen entre sí. En un repertorio de 182 cantos, se puede argumentar que el grado de redundancia de solamente tres repeticiones es muy bajo. Además de eso, hay otros mecanismos rituales que ayudan a encubrir la semejanza, como los que menciono a continuación.

Por un lado, sabemos que se trata de un repertorio musical congelado (no se componen nuevas canciones en Yoruba en Recife desde hace quizás ya medio siglo) y que corre un peligro constante de descaracterización, debido a la pérdida de la memoria, tanto individual como colectiva. Se pone mucho énfasis, entonces, en cantar los textos de las canciones correctamente, especialmente porque pertenecen a un idioma que hoy día es únicamente ritual (más o menos como antiguamente lo fuera el latín de la misa para un católico común). Con tal importancia dada al texto, el propio proceso mnemónico trabaja ya contra una asociación musical a nivel puramente notacional. Es decir, a la tradición musical del shangó se le puede aplicar enteramente la afirmación de Suzanne Langer de que en el canto, las palabras no son más que elementos de la música (Langer, 1953). En segundo lugar, nadie del shangó silba melodías, por el hecho de que los silbidos son tabú para el orisha Osanyin. Y silbar una canción es desarrollar un tipo de actividad que justamente puede ser analítica, en la medida en que permite a uno independizarse del texto y considerar el puro movimiento de las notas; es decir, nos permite producir melodías, las cuales son comparables más fácilmente entre sí. Desde luego, el acto de tararear es asimismo ajeno al comportamiento musical de los adeptos del culto.

Como si no bastaran esos factores, hay todavía otras formas de inhibición, ligadas a la organización ritual. Los únicos cantos que a veces son cantados fuera de contexto son algunos cantos de celebración y de loas a los orishas, nadie canta los cantos puramente rituales por mero juego o placer fuera de su contexto específico. Podemos unir a todo eso otros factores, ligados más directamente a la utilización del lenguaje musical: los cantos están presos en los contextos de los rituales donde aparecen, ejecutados con todos los ingredientes idiosincráticos -emocionales, sobrenaturales, de finalidad, de significado, etc..- de estos rituales; y el significado puramente musical también es variado, pues la misma melodía va a ser cantada, escuchada y recordada en función de la canción que inmediatamente la precedió y de aquélla que le sigue en el orden ritual.

Pienso que todos esos factores contribuyen a ocultar la única repetición melódica en un repertorio mínimo de ciento ochenta cantos, pero que puede pasar de trescientos, si incluimos en nuestra cuenta diversos cantos a los orishas, que también están presentes en los rituales privados. Sin embargo, el factor quizá más importante en todo eso sea, sencillamente, que, desde el punto de vista nativo, las canciones son distintas porque sus textos son distintos. Lo que hay de igual, para nosotros, es la melodía, pero aquí introducimos un nivel de análisis que no tiene equivalente en el discurso nativo.


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De la canción a la melodía
Utilizando el postulado etnomusicológico básico que discutí arriba de atenerse a la musicalidad del adepto del culto, pude aprender, con los miembros del shangó, a cantar y acompañar rítmicamente en el tambor el repertorio del culto entero. Sin embargo, sólo fui capaz de descubrir esa melodía justamente cuando dejé de guiarme por los criterios nativos de musicalidad y pasé a desarrollar un nivel de búsqueda puramente formal, que me llevó a descontextualizar los cantos rituales en función de analizarlos intrínsecamente, en términos de construcción tonal, melódica, rítmica, etc.. Al descubrir la identidad melódica de esos cantos, los consideré un «símbolo clave» del sistema ritual, en la medida en que expresaban una unidad profunda, por sobre la diversidad de las actividades rituales específicas del culto, y a pesar de la aparente inconsciencia de los miembros del culto respecto del significado de este símbolo. En realidad, debo aclarar ahora que solamente es símbolo-clave la canción n° 6 («Osunbaoro»), por tener un peso expresivo especial desde el punto de vista nativo; las otras canciones tienen un peso simbólico mucho menor y no son más que versiones semióticas, en una dimensión críptica, de la canción n° 6 en cuanto símbolo.

Haciendo aquí una síntesis de un vasto número de teorías sobre el campo simbólico más o menos emparentadas entre sí, defino «símbolo» -una flor, un color, una palabra, un imagen, una canción- como un tipo de signo que posee siempre por lo menos una dimensión de significado que es conocida por el adepto y por lo menos una dimensión incógnita; es de esa dimensión conocida de donde se desprenden otros niveles de asociación y significación (de ahí el carácter esencialmente polisémico del símbolo), muchos de los cuales son desconocidos (aunque cognoscibles) para los seguidores del culto . De lo conocido a lo aún por conocer, es lo simbólico lo que integra, lo que condensa y lo que nos permite llegar a la sorpresa -por lo menos, a lo que estaba apenas implícito-, cuando no a la propia revelación. En este contexto, es interesante y adecuada la formulación de Eudoro de Souza según la cual lo simbólico es lo que une e integra, mientras que lo diabólico es lo que separa y desune (Souza, 1980: 8384). Coincide en esencia con la formulación de Gadamer, tomada de Platón, del símbolo como «pedazos de recuerdo»: algo por medio de lo cual se reconoce lo que antes estaba unido y que se separó después por el olvido (que no deja de ser una forma de inconsciencia). Curiosamente, esas concepciones, derivadas de la práctica puramente especulativa de esos dos filósofos, confirman perfectamente la formulación de Victor Turner, extraída de su experiencia como etnógrafo, de la capacidad del símbolo ritual de integrar significados opuestos o hasta contradictorios. Daré más adelante un ejemplo concreto de esa actividad integradora de la imaginación simbólica.

Volviendo a nuestro caso, la melodía común a aquellas canciones no es un símbolo, desde el punto de vista nativo, sino un mero signo reiterativo, que ciertamente se articula con otros signos para componer la estructura de los rituales, pero no hace parte del juego de significado que esos rituales establecen. Si se quiere un paralelo semiótico para la situación, podemos decir que esa melodía está para las canciones del mismo modo que los fonemas de una lengua están para un hablante que los combina de modo idéntico para formar palabras homónimas, sin que sea permanentemente consciente de que el mismo material linguístico genera profundas diferencias de significado.

Esa utilización de un tema melódico que regresa, transformado, en momentos distintos de una trama compleja, hace recordar, inevitablemente, los famosos leitmotiv wagnerianos. Tomemos, entonces, como ejemplo comparativo, el análisis que hace Lévi-Strauss del tema de la renuncia al amor, presente en El Oro del Rin y en La Walquiria, que son las dos primeras partes de la tetralogía El Anillo de los Nibelungos. El método de Lévi-Strauss consistió en juntar los tres eventos míticos donde se oye ese tema, los cuales son muy distintos y separados cronológicamente en la trama, y apilarlos uno sobre otro, con vistas a entenderlos como si fueran estructuralmente un único y mismo evento. Su conclusión es la de que cada vez que se oye el tema de la renuncia, hay un tesoro que debe ser apartado o desviado. Está por una parte el oro, que se encuentra enterrado en el fondo del Rin y que Alberich conquista después de renunciar al amor; está la espada, que fue enterrada en el árbol por Wotan y que Siegmund finalmente retira; y está la mujer, Brunhilde, a quien Wotan, su padre, encerró dentro de un circulo de fuego y que es sacada de él por Siegfried disfrazado de Hagen. A través de un análisis de la trama de la historia, y utilizando la repetición del tema como conductor de su lectura, Lévi-Strauss concluye que el oro, la espada y la mujer son la misma cosa, si bien considerada bajo diversos puntos de vista.

No es éste el lugar adecuado para entablar una discusión exhaustiva sobre los méritos o equívocos de la interpretación de Lévi-Strauss. Es importante, sin embargo, enfatizar que lo que él reveló fue una relación lógica entre los tres tesoros desviados; si hay una relación también emocional o significativa entre oro, espada y mujer (es decir, si la relación revelada por Lévi-Strauss es también simbólica y no meramente semiótica), es algo que sólo podría demostrar una investigación más especifica sobre el simbolismo medieval o entre las audiencias de Wagner. En principio, podemos aceptar esa equivalencia como plausible, en la medida en que se refiere a un campo simbólico del cual el propio LéviStrauss participa como nativo(7).

Volviendo a la melodía del shangó, podemos proceder de forma idéntica y superponer las tres situaciones rituales en las cuales se canta la melodía y establecer un nivel de equivalencia de significado que no había quedado transparente hasta entonces en mi análisis. Así, podemos organizar las apariciones de la canción del siguiente modo:

a) Ebatolá ebatô -añadiendo miel a la ofrenda (en los rituales de Obori y Obrigação)- y Emixalokê emixalokun -mezclando agua con azúcar en la ofrenda (en el Amarre de hojas). En ambas actividades se prepara lo que podríamos llamar la poción mágica (que es una traducción plausible del término ashé, la fuerza que el ritual concentra y que los orishas traen), que actuará positivamente en la vida del adepto.

b) Osunbaoro -bañando la cabeza del neófito (ritual de lavado de cabeza). En esta actividad, el ashé, que había sido reunido anteriormente, es ahora activado en la cabeza del adepto.

c) Edimô edimecé -Salida del ebó. Todo el liquido utilizado, una vez extraído su poder, se convierte en desecho polucionante y debe ser eliminado.

Sintetizo el abanico de asociaciones simbólicas condensado por la melodía en el siguiente cuadro(.


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