Patakí de Yewá
Los framboyanes anaranjados y amarillos; los jagüeyes matizados de verdes y carmelitas; las ceibas cuyas ramas invocaban a Olofi; las rosas, las margaritas, las gardenias, las violetas; las pocetas con lirios que nacían en lo profundo del limo; los ríos con sus cataratas que formaban arcoiris; los puentes imaginarios de chinas pelonas; las enredaderas tupidas y multicolores: así era el ambiente de pureza absoluta en el jardín del espacio infinito donde estaba el palacio de Obatalá y Yembó, orishas padres de todo el panteón yoruba.
Su hija Yewá, bella entre las bellas, a quien al nacer se le habían entregado los dones de la pureza, la virginidad y la hermosura, paseaba su tranquilidad espiritual, vestida con sus colores preferidos: los tonos rosa, que tan bien venían a su angelical figura. Ella, quien no se relacionaba con nadie, vivía, etérea, dentro de los muros de la casa paterna, la cual abarcaba el universo con todos sus astros.
En una reunión de orishas y awós, Changó comentaba lo poco virtuosas que eran las mujeres. Elegguá saltó, y contó de la existencia de esta virgen dulcísima, encerrada entre los muros de su jardín, no vista por nadie más que por sus padres. Changó, asombrado y picado en su vanidad de hombre viril, majestuoso y atractivo, decidio tentarla, con la picardía propia de sus muchas experiencias amorosas.
Al día siguiente, escaló la tapia del jardín cuyas flores le sonrieron y ofrecieron sus pétalos en saludo al rey poderoso y vital que las acariciaba con su presencia. Los pájaros cantaban muy bajo. Esto llamó la atención de Changó, pues los pájaros siempre trinan alto en lugares intrincados; sin embargo, allí, todo estaba en calma.
Sin poder precisar cómo ni cuándo, de repente se alborotaron los pericos, canarios, tórtolas y palomas, y sus cantos saludaron la llegada de una joven bellísima, quien flotaba al encuentro de la naturaleza. Las flores perfumaban su paso con sutiles aromas, las hojas se abrían para dejar caer ante ella el rocío de la noche, como alfombra de perlas.
Changó quedó fascinado por el hechizo de aquella visión. Sin recordar los sabios consejos de Elegguá, se irguió ante Yewá quien, con los ojos bajos, rechazaba las vibraciones que le producía aquel joven que tenía delante. Changó le dijo: "Yewá, bella entre las más bellas, mírame, no temas". Ella, en ese instante de flaqueza, no pudo acallar aquel sentimiento extraño y cálido, y levantó la vista, para faltar así a la palabra dada a su padre. Lloró entonces de vergüenza y corrió a esconderse.
En ese momento había conocido el amor, emoción prohibida para ella. Sería su amor uno eterno e imposible. Decidio confesarle la culpa a su padre y cubrirse la cara con un velo para que nadie viera que había faltado a su promesa. Entonces, toda su ropa adquirió tonalidades de un rosa más profundo, y el mundo conoció por primera vez el rubor de la vergüenza.
Obatalá, sabio entre los sabios, se dio cuenta, al ver a su hija, de que algo muy malo le sucedía. Yewá lloraba sin consuelo, pero austera y justa como era, se refugió en los brazos paternos y le contó lo sucedido con Changó. Obatalá quedó pensativo, pues en su reino y con sus hijos estaban sucediendo cosas que atentaban contra la moral establecida. Oloddumare se daba cuenta también y no aprobaba estas conductas. Como dueño de todo lo existente, había comentado a Obatalá que sería severo e implacable con el próximo que cometiera un acto de desobediencia. Yewá sabía ésto. "Padre – le dijo – cumpla con su deber. Yo sé que resulta penoso para usted, pero mi falta es irreparable. Que el castigo que se me imponga dure mientras haya un ser humano sobre la tierra".
Entonces, Obatalá la condenó a no dejar ver jamás su rostro; a gobernar sobre el país de los muertos como la más alta autoridad, y a vigilar de noche sus dominios convertida en lechuza, dueña de las tinieblas, símbolo de la sabiduría y la soledad.
Triste, Yewá partió al mundo de los silencios infinitos, al mundo de los muertos. En ese momento, temblaron las tierras, surgieron volcanes, las olas taparon las rocas, los rayos encendieron los bosques, el cielo oscureció, y con las lágrimas de Obatalá, furioso por haber mandado a su hija Yewá a la soledad del mundo de los eggun y de Ikú, se inundó el país de los orishas.
Los framboyanes anaranjados y amarillos; los jagüeyes matizados de verdes y carmelitas; las ceibas cuyas ramas invocaban a Olofi; las rosas, las margaritas, las gardenias, las violetas; las pocetas con lirios que nacían en lo profundo del limo; los ríos con sus cataratas que formaban arcoiris; los puentes imaginarios de chinas pelonas; las enredaderas tupidas y multicolores: así era el ambiente de pureza absoluta en el jardín del espacio infinito donde estaba el palacio de Obatalá y Yembó, orishas padres de todo el panteón yoruba.
Su hija Yewá, bella entre las bellas, a quien al nacer se le habían entregado los dones de la pureza, la virginidad y la hermosura, paseaba su tranquilidad espiritual, vestida con sus colores preferidos: los tonos rosa, que tan bien venían a su angelical figura. Ella, quien no se relacionaba con nadie, vivía, etérea, dentro de los muros de la casa paterna, la cual abarcaba el universo con todos sus astros.
En una reunión de orishas y awós, Changó comentaba lo poco virtuosas que eran las mujeres. Elegguá saltó, y contó de la existencia de esta virgen dulcísima, encerrada entre los muros de su jardín, no vista por nadie más que por sus padres. Changó, asombrado y picado en su vanidad de hombre viril, majestuoso y atractivo, decidio tentarla, con la picardía propia de sus muchas experiencias amorosas.
Al día siguiente, escaló la tapia del jardín cuyas flores le sonrieron y ofrecieron sus pétalos en saludo al rey poderoso y vital que las acariciaba con su presencia. Los pájaros cantaban muy bajo. Esto llamó la atención de Changó, pues los pájaros siempre trinan alto en lugares intrincados; sin embargo, allí, todo estaba en calma.
Sin poder precisar cómo ni cuándo, de repente se alborotaron los pericos, canarios, tórtolas y palomas, y sus cantos saludaron la llegada de una joven bellísima, quien flotaba al encuentro de la naturaleza. Las flores perfumaban su paso con sutiles aromas, las hojas se abrían para dejar caer ante ella el rocío de la noche, como alfombra de perlas.
Changó quedó fascinado por el hechizo de aquella visión. Sin recordar los sabios consejos de Elegguá, se irguió ante Yewá quien, con los ojos bajos, rechazaba las vibraciones que le producía aquel joven que tenía delante. Changó le dijo: "Yewá, bella entre las más bellas, mírame, no temas". Ella, en ese instante de flaqueza, no pudo acallar aquel sentimiento extraño y cálido, y levantó la vista, para faltar así a la palabra dada a su padre. Lloró entonces de vergüenza y corrió a esconderse.
En ese momento había conocido el amor, emoción prohibida para ella. Sería su amor uno eterno e imposible. Decidio confesarle la culpa a su padre y cubrirse la cara con un velo para que nadie viera que había faltado a su promesa. Entonces, toda su ropa adquirió tonalidades de un rosa más profundo, y el mundo conoció por primera vez el rubor de la vergüenza.
Obatalá, sabio entre los sabios, se dio cuenta, al ver a su hija, de que algo muy malo le sucedía. Yewá lloraba sin consuelo, pero austera y justa como era, se refugió en los brazos paternos y le contó lo sucedido con Changó. Obatalá quedó pensativo, pues en su reino y con sus hijos estaban sucediendo cosas que atentaban contra la moral establecida. Oloddumare se daba cuenta también y no aprobaba estas conductas. Como dueño de todo lo existente, había comentado a Obatalá que sería severo e implacable con el próximo que cometiera un acto de desobediencia. Yewá sabía ésto. "Padre – le dijo – cumpla con su deber. Yo sé que resulta penoso para usted, pero mi falta es irreparable. Que el castigo que se me imponga dure mientras haya un ser humano sobre la tierra".
Entonces, Obatalá la condenó a no dejar ver jamás su rostro; a gobernar sobre el país de los muertos como la más alta autoridad, y a vigilar de noche sus dominios convertida en lechuza, dueña de las tinieblas, símbolo de la sabiduría y la soledad.
Triste, Yewá partió al mundo de los silencios infinitos, al mundo de los muertos. En ese momento, temblaron las tierras, surgieron volcanes, las olas taparon las rocas, los rayos encendieron los bosques, el cielo oscureció, y con las lágrimas de Obatalá, furioso por haber mandado a su hija Yewá a la soledad del mundo de los eggun y de Ikú, se inundó el país de los orishas.