Patakí de Naná Burukú
Naná Burukú, dueña de las pocetas de agua dulce, vivía entre lirios de agua de pálidos colores, nenúfares y otras bellas plantas enriquecidas con la humedad que ella despedía.
Un buen día, cuando reposaba entre las cañas bravas, mirando como las aves jugueteaban en el cristalino ambiente, sintió un gran estrépito. Era Oggún quien importunaba la paz. Las aves huyeron despavoridas y los animales que pastaban a lo largo y ancho de la poceta también desaparecieron. Oggún vio un venadito, que por el zumbido de las abejas, no se había percatado de la presencia de Oggún y éste, blandiendo su machete, quiso atraparlo para saciar su siempre presente hambre. Naná, que todo lo veía, se posesionó de su cuerpo animal: el majá, y de un brinco se presentó ante los ojos del bravo guerrero quien, asombrado, se retiró ante semejante aparición.
El venadito, agradecido, le dijo: "Naná, madre de agua, desde ahora me ofreceré en sacrificio de agradecimiento por el bien que me has hecho y en representación de toda la vasta familia de los venados. Pero te pido un favor: no manches tus manos con mi sangre. Haz un cuchillo de bambú, muy afilado, que siempre utilizarás al sacrificarnos, para así no tener que guardar ni el recuerdo de Oggún. To Iban Echu.
Patakí de Iroko, la Ceiba
Iroko, que desde su altura todo lo observa, y que en sus ramas poderosas alberga a pájaros de toda clase, como el mayimbe y sunsundamba – el aura tiñosa, su mensajera – y la lechuza, que es justa y caritativa con sus hijos, vio venir en la lejanía del espacio infinito a Yemayá, madre universal, envuelta en azules y perlas cristalinas como el mar de las Antillas, quien no corría, sino volaba, abrazando estrechamente a dos niños; dos meyis: los Ibeyis, hijos amantísimos de Ochún y Changó, que eran buscados por su padre para regañarlos por sus travesuras infantiles, y por haber escondido el hacha bipene a la hora de irse a guerrear contra su enemigo, su hermano Oggún.
Al ver a su hija fatigada y al remolino que la perseguía y del cual se escapaban rayos y truenos, abrió su tronco y la cobijó en su seno. Cuando Changó, jadeante, llegó a su tronco, le suplicó que le dijera dónde se encontraban sus hijos desobedientes para castigarlos. Pero Iroko, que conocía bien el mal genio de Changó, se hizo la disimulada y cantó primero, muy alto, como un huracán; después se fue dulcificando hasta susurrar una bella canción, que hablaba de los triunfos bélicos del orisha, dueño de rayos y centellas. Este se durmió, Iroko abrió su vientre y Yemayá y los Ibeyis lograron escapar.
Cuando Changó se despertó, cegado por la ira, le lanzó fuegos, pero éstos fueron devueltos hasta enceguecerlo. No tuvo más remedio que pedirle perdón a Iroko madre de madres, de palos y de todo lo verde que vive en la sabia tierra de este planeta. To Iban Echu.