De: iyákekere
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El asentamiento de Menzoh es bien distinto: niños malnutridos, jóvenes pululando desocupados, ancianos deteriorados y la mayoría de hombres adultos alcoholizados, la única actividad posible en este lugar de casas de barro barridas por el polvo rojizo que levanta el trasiego continuo de camiones. Un reguero que viene de los países vecinos. Como las lágrimas de ese bosque "que llora", que dicen ellos. Y sí, podría ser: basta ver los troncos gigantescos de sapelli, moabit, ayous, azobe e iroco cruzar en toda su longitud a cada rato... "Ése, cien años; ése, más; ése, otros tantos...". Quizá no sea llanto, pero sí la prueba evidente de que el mundo pigmeo se desvanece ante sus propios ojos. Y no se engañan. Para confirmarlo les bastaría consultar los informes de organizaciones como la OIMT, del IWGIA, del WWF o el WRM en Internet. Sirvan los de Greenpeace: "El bosque africano de los grandes simios se extendía antaño a lo largo de África, desde Senegal a Uganda. Ahora no. Cerca del 85% de este bosque primario se ha destruido y la industria maderera amenaza el resto. Desde la pasada Cumbre de la Tierra de Río, África tropical ha incrementado en un 25% su tasa de deforestación. Y una parte de esta región ha incrementado su producción de madera en más de la mitad desde mediados de los noventa".

Al marchar, la comunidad de Menzoh en pleno se reúne para una foto: caras tristísimas, deterioro físico apreciable. Nada que hacer, poco que comer y menos que desarrollar, sin formación para los nuevos tiempos. Sólo el círculo vicioso de las ayudas de las ONG, que ellas mismas intentan como pueden romper. Pierre Katabo, director de Plan en Bertoua, califica su tarea de emergency action: "Sus condiciones lo son, necesitan desarrollarse, es urgente darles capacidades para vivir por sí mismos".

Yendo más hacía el Este, camino de Yokadouma, donde se concentra un 40% de pigmeos, entre camiones averiados en mitad de las pistas y asentamientos, cruzamos poblados madereros que lucen como uno imagina debían ser los mineros en el Oeste americano: olor a madera mojada, luces tenues, mucho hombre y herramienta, la cantina y las prostitutas sentadas en los bungalós. Por supuesto, mejor no parar, ni traspasar verjas, ni acceder a las pistas reservadas, ni preguntar siquiera. "Es verdad que las madereras dan trabajo, pero los grandes beneficios no son para la comunidad, sino para los intermediarios", cuenta Victor Amougun, presidente de la ONG Cefaid. Añade que en Yokadouma, ciudad de frontera con la parafernalia propia de su condición (pobreza, delincuencia, misioneros, burdeles, mucha tienda, mucho tráfico y muchos recién llegado en busca de oportunidades), la situación para los baka es extrema. "En todos lados los consideran intrusos". Desde su asociación les acompañan y asesoran para que sepan defenderse con la burocracia y las leyes. Que denuncien abusos. "El gran problema es la ignorancia. Su sabiduría sobre el bosque es inmensa, pero nadie la reconoce". En Congo, dice, emplean a muchos como guías. "Aquí los han usado, a veces, para identificar especies de árboles buscados. Y luego los talan. O para cazar animales concretos, y luego los encarcelan por ilegales. Les engañan. Ellos ya no confían". Y sí: hay algunos que trabajan dentro de las explotaciones. "¿Qué otra cosa pueden hacer?".

Luego, Martin Sigawie, de la tribu bimo, nos acerca hasta Akambi, donde ayer nació el pequeño baka Banguy Heman, de padres documentados, con nombre y apellido. "Un corto trecho, primero; otro largo, después, y llegamos", dice Martin. Pero anda tan deprisa que es difícil seguirle. La hilera de personas detrás se deshilacha. De nuevo surge la imagen del gorila, la víbora o el mono al acecho. Pero mucho rato, mucho calor y mucha selva después, quienes aparecen son Madeleine Ayola, Madeleine a secas, Emiliane y su bebé, y Mary. Ninguna mayor de 14. No saben leer o escribir, nunca han visto una cámara digital, ni contemplado su propia imagen, o escuchado su voz. A la blanca extranjera visitante le enseñan sus casas, sus bebés, sus ropas... Se sientan luego a mirar. Y cantan. Sin remedio, hay que preguntarse qué será de ellas.

Y en el medio del claro, solos, rodeados de árboles inabarcables, cuenta Martin que el poder aquí pasa de padres a hijos, pero que el jefe bantú de Nyabonga, el poblado más cercano, afirma que si el bosque es de todos y los baka estaban ya antes en él, suyo es. Y eso es un paso. Aunque sea pigmeo.
Publicado por  Iya Elisabeth tOsun Kemi Adesola Aworeni